Por Laura Cevallos
Uno de los tres poderes de la Unión es el legislativo, cuya función principal es la creación, modificación y abrogación de leyes. Entre estas leyes se encuentra, por supuesto, la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que no puede permanecer estática ni sin cambios. De no ser así, se convertiría rápidamente en un instrumento obsoleto que dejaría desprotegidos los derechos y obligaciones tanto de los ciudadanos como de los gobernantes. Por lo tanto, es lógico que su contenido deba ser modificado, siguiendo el proceso establecido en el artículo 135 de la propia Constitución, que en resumen requiere:
- Que el Congreso de la Unión, a través de sus dos Cámaras, apruebe las reformas o adiciones con el voto de las dos terceras partes de los miembros presentes.
- Que estas reformas o adiciones sean ratificadas por la mayoría absoluta (la mitad más uno) de las legislaturas de los estados.
El procedimiento está claramente detallado:
- Una de las Cámaras presenta la iniciativa ante su Pleno y la turna a comisiones. Estas comisiones estudian el asunto, elaboran y aprueban el dictamen correspondiente, que se presenta ante el Pleno para su lectura, discusión y, en su caso, aprobación del proyecto de decreto de reforma constitucional.
- La minuta se envía a la Cámara revisora, donde se presenta el proyecto ante su Pleno. Luego se turna a comisiones para su análisis y dictamen. Las comisiones discuten y aprueban el dictamen, que se presenta nuevamente ante el Pleno para su lectura, discusión y aprobación.
- Si hay observaciones que desestimen total o parcialmente el proyecto, la Cámara revisora lo devuelve a la Cámara de origen para que se aprueben los cambios o se hagan observaciones.
- Si se aprueba, se remite la minuta con el proyecto de decreto a los Congresos locales para su aprobación. Las legislaturas leen, discuten y deciden sobre la minuta, remitiendo sus acuerdos al Congreso Federal para contabilizar los votos a favor y anunciar la declaratoria de Reforma Constitucional.
- La Cámara revisora emite la aprobación de la Declaratoria de Reforma Constitucional y la envía al Ejecutivo para su promulgación y publicación.
- Finalmente, el Poder Ejecutivo publica la reforma constitucional aprobada por el Congreso de la Unión y las legislaturas de los Estados.
Es importante destacar que el proceso de reforma constitucional es diferente al de la creación de leyes, tal como lo estipula el artículo 72 de la Constitución, y está regulado exclusivamente por el artículo 135 de la CPEUM. Este procedimiento especial corresponde al Órgano Revisor de la Constitución, integrado por las Cámaras de Diputados y Senadores del Congreso de la Unión, así como por las Legislaturas de los Estados de la República.
El Poder Ejecutivo Federal (la Presidenta) no participa en este proceso ni tiene facultades para promulgar o sancionar la reforma constitucional; su papel se limita a publicar lo que le solicita la Cámara del Congreso que formuló la declaratoria de aprobación. El Poder Judicial, es claro, tampoco forma parte de este proceso, que es exclusivo del poder legislativo, que se compone por representantes populares que, en efecto, representan a aproximadamente 330,000 ciudadanos por diputado. Por lo tanto, los jueces no pueden revertir una reforma ya discutida y aprobada en las Cámaras y en la mayoría de los Congresos, pues la Constitución no lo permite y no se ha violado ningún paso del procedimiento legislativo, a pesar de las afirmaciones del Ministro González Alcántara y Carrancá.
Este jurista alegó que hubo vicios en el procedimiento legislativo y que, por ello, la reforma podría revertirse, ignorando que se trata de un procedimiento extraordinario, específicamente mencionado en el artículo 135 constitucional. También cuestionó la validez de la elección de jueces y magistrados, oponiéndose a la remoción de jueces y magistrados, así como a la elección popular de titulares de Tribunales Electorales regionales. Se mostró inflexible ante la reducción de las altas percepciones de los titulares de juzgados y tribunales, aunque aceptó que quienes asuman esos cargos en el futuro no ganen tanto. Además, estableció que las sentencias del Tribunal de Disciplina deben ser inatacables, y se opuso a que se implementara un método de selección de titulares mediante el voto popular.
Su postura también incluyó la oposición a limitar los efectos de las suspensiones y juicios de amparo, así como a validar la propuesta de «jueces sin rostro». Aunque mostró cierta disposición hacia la elección popular de ministros, la austeridad para futuros cargos, la reducción del tope máximo de remuneraciones y la extinción de fideicomisos ilegales, también aceptó revisar el sistema de asignación de cargos de juzgadores locales y analizar propuestas sobre el nuevo Tribunal de Disciplina Judicial, que sustituiría al Consejo de la Judicatura.
Es decir, acepta lo que no afecta significativamente los intereses de la élite de la Corte y los Tribunales de Circuito, pero se opone a todo lo que limite la connivencia excesiva entre los miembros del Poder Judicial, del cual se han beneficiado, ocupando más del 51% de los puestos con familiares que, en el mejor de los casos, han adquirido experiencia a expensas del erario público. En el peor de los escenarios, han sumido al país en un marasmo de ilegalidades, abusando de los recursos que reciben y exigiendo un trato preferencial sin rendir cuentas al pueblo de México.
Han promovido la idea de que merecen sus altos salarios para evitar caer en tentaciones, pero es evidente que quienes reciben remuneraciones desmesuradas pierden el respeto por la ciudadanía. Merecemos un Poder Judicial compuesto por personas de excelente reputación y dispuestas a trabajar, no por funcionarios que han torcido la Constitución y las leyes para su beneficio, traicionando el juramento que prestan al asumir sus cargos.