El Rey Midas del celuloide

Por Laura Cevallos.

 

Cuernavaca, Morelos; 27 de enero de 2025.- En numerosas ocasiones, la farándula y la política se entrelazan de formas polémicas. Un claro ejemplo es la nueva «sensación» de la crítica hollywoodense: una producción de un cineasta francés que decidió abordar algunas de las desgracias más profundas que afectan a millones de personas —como las desapariciones, la violencia, el narcotráfico, el drama migrante y las historias del mundo trans— para transformarlas en un musical. Lo alarmante no es solo la caricaturización deshumanizante de estos temas, sino que dicha obra está siendo premiada aquí y allá. Esto es, en verdad, preocupante.

Primero, no se trata de una simple indignación porque se hable de los mexicanos. La ofensa radica en que la crítica cinematográfica estadounidense parece considerar adecuado normalizar y aplaudir la banalización de tragedias que han dejado profundas cicatrices en sociedades como las latinoamericanas. En nuestra región, llevamos décadas lidiando con las consecuencias del narcotráfico y sus delitos colaterales: secuestro, trata de personas, lavado de dinero, tráfico de armas, corrupción y cohecho. Estos crímenes no solo son gravísimos, sino que erosionan profundamente el tejido social.

Segundo, revestir estos temas de canciones alegres y coreografías «a lo Disney» no disminuye la gravedad de las tragedias que retratan. Por el contrario, descontextualiza y trivializa el sufrimiento humano, perpetuando la idea de que todo puede convertirse en un meme o, peor aún, en una comedia musical.

Tercero, la suma de elementos polémicos no convierte automáticamente a una película en una obra digna de aplauso. En el caso del film de Jacques Audiard, la mezcla de narrativas tan dispares —una persona trans envuelta en el narcotráfico y la desaparición de personas, el drama de los migrantes latinos en Estados Unidos, y los abogados que intentan ayudarlos— no da como resultado una obra coherente ni respetuosa. Abordar tantos estereotipos en un solo producto no transforma la película en una bandera contra las fobias y los prejuicios. Tampoco dignifica a las comunidades vulneradas simplemente porque uno de sus miembros sea el protagonista.

Lo realmente cuestionable es la forma en que se presentan estos temas. Pensemos en cómo reaccionarían las víctimas del Holocausto, del 11 de septiembre o del 2 de octubre si, en lugar de honrar su memoria, sus tragedias fueran transformadas en absurdos musicales. ¿Cómo sería recibido un filme que caricaturizara la lucha contra el VIH/SIDA de películas como Filadelfia o Dallas Buyers Club? ¿O que romantizara el Apartheid o la segregación racial? La respuesta es clara: sería irresponsable, irrespetuoso y moralmente inaceptable.

En este caso, estamos frente a una película que narra la historia de un narcotraficante que cambia de género para escapar de sus enemigos, solicita ayuda de su abogada y entabla amistad con su exesposa, todo ello bajo el formato de una comedia musical. Esta obra ha recibido cuatro Globos de Oro y cuenta con 13 nominaciones al Óscar. ¿La solución más sencilla? No verla. Pero la verdadera pregunta es: ¿dónde está la responsabilidad de los creadores de estas producciones que se exhiben ante el mundo? ¿Por qué premiar la banalización del dolor y el escarnio hacia las personas más vulneradas? ¿Es el papel de los ciudadanos quedarse pasivos, viendo y aplaudiendo historias degradantes?

Es momento de reflexionar y demostrar, con hechos, que no somos sumisos ni indiferentes. Como ciudadanos, tenemos el poder de influir, incluso en esos premios que convierten en oro cualquier pieza de porquería.